lunes, 30 de noviembre de 2009

La república de los niños, también llamada el Imperio del Mal

Hoy me he dispuesto ha dar fe de una de las mayores lacras que vieron los pasados tiempos, una abyecta costumbre muy de moda allá por los ochenta y principios de los noventa en esta nación que a todos nos une en ¿fraternal? armonía, Prusia.
Ya he comentado en una entrada anterior cómo los niños defendíamos celosamente un estatus social que no se regalaba. Había que lucharlo, y si bajabas en el escalafón podían arruinar tu vida. También he comentado en otras líneas que por Prusia no pasaron los romanos, algo que un observador imparcial afirmaría sin dudarlo, si pasara por aquí y se estableciese por un periodo corto de su vida. Pero bueno, a lo que voy. El estatus era fundamental, y había que mantenerlo de dos maneras: haciéndole la vida imposible, o al menos despreciando al que estaba por debajo, y respetando al que estaba por encima. En lo más alto de la pirámide no solía estar el más listo o estudioso, sino al contrario, el más liante y peleón. A los pedagogos se les llena la boca hablando de bulling como si lo hubiesen descubierto ellos, un fenómeno totalmente actual, originado en la poca atención que los padres de hoy dedican a sus hijos, etc., etc... Mentira. El bulling lo inventaron los niños quién sabe cuando, pero no tenía nombre, simplemente se hacía, porque el estatus lo requería. Yo hice bulling, y a mi me lo hicieron, era la ley de la selva y había que sobrevivir.
Cuando yo era niño, en Prusia, había una niña que no sé cómo se llamaba. Nunca lo supe, y creo que nadie lo sabía. Todos la llamaban la Piojo Verde. El padre de tal calificativo es un reconocido prusiano cuyo nombre no voy a dejar aquí escrito, por discreción. Él ya sabe quién es, y con eso me basta. Si lo que se hace hoy es bulling, lo que nosotros hacíamos eran crímenes contra la humanidad, y de no ser por nuestra invulnerabilidad infantil, me vería a mí y a toda mi escuela desfilando por la Haya. La Piojo Verde era una niña diferente, y no especialmente aseada, supongo que por razones ajenas a su voluntad. El caso es que toda la escuela, sin excepción de un niño (excepto su natural aliada, la Lusa) corría desesperadamente como si al mismo demonio hubiese visto, cada vez que aquella niña se aproximaba. Cuando subíamos por las escaleras a clase y ella se acercaba, el clamor era ensordecedor: "¡Que viene la Piojo!" y la gente enloquecía, apretándose por los pasillos, corriendo, saltando, incluso descolgándose por las caídas que había al otro lado del pasamanos. Yo confieso haber trepado por la espalda de otro chaval, apoyando mi pie sobre su hombro, e impulsándome en él para saltar hacia delante, cuando vi próxima la amenaza de ser tocado por ella. Porque si te tocaba te contagiaba la "peste", imaginaria enfermedad que a todos nos aterraba, pues suponía que nadie iba a querer acercarse a tí, y que todos iban a salir corriendo despavoridos ante tu presencia. Es decir, caer de cabeza al último escalafón de la jerarquía infantil.
Yo pasé un buen puñado de años en aquel colegio prusiano, y nada cambió en aquel tiempo. Ella siempre estuvo maldita, y las nuevas generaciones aprendían de las viejas, adoptando los mismos roles de rechazo y huida. Se convirtió en una costumbre, en algo que se heredaba de generación y generación, y se cumplía con esa costumbre simplemente porque los antiguos lo habían hecho. El estatus lo exigía. Únicamente cambió el apelativo, que de Piojo Verde evolucionó al más sencillo, pero no menos malvado, "la Piollo". No sé qué fue de ella, cuando dejé el colegio y fui al instituto perdí su rastro. Pero muchas veces he reflexionado sobre esto y me he escandalizado de la crueldad de nuestra especie en su estado más inocente, como suele decirse. Estoy convencido de que nuestro comportamiento arruinó en buena medida la infancia de aquella niña, y me estremezco de mi propio perfidia y de la de todos los que contribuímos a aquello. Y me aterra pensar cuántos chavales y chavalas estarán pasando por situaciones similares a la que describo de mi Prusia natal. Hobbes decía aquello del Homo homini lupus est, y creo que estaba en lo cierto. Somos lobos de nosotros mismos. El hombre, vencedor sobre todas las especies animales de la tierra, se depreda a sí mismo, casi de un modo instintivo.
Creo que una disculpa a estas alturas sonaría hipócrita, o cínica. No sirve para nada, el mal está hecho. No obstante, podemos ayudar a futuros niños, lo mismo en Prusia que en Austria. Esa será la mejor disculpa de los cabroncetes del ayer para redimirnos ante nosotros mismos y ante Dios.

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