jueves, 3 de diciembre de 2009

Hacer un "tapón"

A la hora de buscar una definición de la palabra tapón, como gobernante ilustrado que soy, me remito inmediatamente al diccionario de la Real Academia de la Lengua prusiana. Quiero comprobar hasta qué punto mi hermano el Archiduque de Magdeburgo y sus amigotes, en la más tierna infancia, hacían un uso adecuado de esta palabra. La primera entrada que me encuentro no me satisface: Pieza con la que se tapan las vasijas, introduciéndola en el orificio por donde sale el líquido. Después de comprobar que no es "tampón" lo que he buscado, miro la segunda acepción con esperanza: Acumulación de cerumen en el oído, que puede dificultar la audición y producir otros trastornos. No, no se trataba de cerumen, aunque sí producía trastornos. En cualquier caso, no me satisface. Pero llego a la tercera y leo: Persona o cosa que produce obstrucción del paso. Yo no habría podido definirlo mejor.
Porque lo que hacían básicamente mi hermano y sus secuaces era obstruir el paso, por eso la elección de la palabra es perfectamente válida, y demuestra que su educación en la prusiana lengua, aún a pesar de su ofensiva juventud, era excelente. Seguramente hoy por hoy, con esas cosas del Internet y del teléfono móvil hablen peor que entonces, pero a lo que vamos. ¿A qué le llamaban esta banda de piratas, de vikingos, un tapón?
Aquéllos que me habéis sido fieles sabréis que en mi colegio había una niña conocida tempranamente como Piojo Verde, y tardíamente como Piollo. Tenía varias seguidoras conocidas como Lusa y Gorrina, que yo recuerde. Había también un niño más pequeño que yo al que llamábamos Piojillo, pero no lo recuerdo bien, lo perdí muy pronto de vista, pero tengo como una fugaz reminiscencia de su cara. En relación con este niño quiero confesar que yo de pequeño tenía muchas pistolas (porque me gustaban, y aunque los demagogos, perdón, pedagogos, les parezca mal su uso entre la infancia, yo llegué a contar hasta treinta en mi casa y siempre he sido de lo más pacífico). Un día escondí una pistola en la mochila de la escuela para que no la viese mi madre, y con ella estuve atormentando al Piojillo diciéndole que le iba a pegar un tiro (él era dos años menor que yo, unos cuatro, porque yo contaría seis, no más).
El caso es que este clan lo capitaneaba la Piollo, y era portador de una enfermedad imaginaria llamada la Peste, también la Peste Bubónica (que por aquel entonces hacía estragos entre la población porcina de España y todo el mundo conocía a través de los telediarios). Si te tocaban te contagiaban, de tal guisa que huías espantado de su sola presencia. La situación daba mucho juego entre las mentes retorcidas de los niños hiperestimulados de finales de los ochenta y principios de los noventa, con tanto Ramoncín dando el coñazo por la tele a todas horas.
El Archiduque de Magdeburgo y sus amigos inventaron el tapón para darle emoción al tránsito entre pasillos. Cuando volvíamos del recreo y había rumor de que la Piollo y su séquito se aproximaban, mi hermano y sus amigos, en medio de las escaleras para subir o bajar de planta (donde sólo hay escapatoria hacia atrás o hacia delante) entrelazaban sus brazos, se sujetaban bien al pasamanos y creaban así una barrera humana, el "tapón", para impedir el paso a todos los que venían precediendo a la Piollo. Eso suponía que cortaban la salida hacia delante, dejando la única posibilidad de huida hacia atrás, por donde venía la amenaza. Las situaciones que se generaban eran apoteósicas.
Una vez me cogieron a mí en medio. La angustia que se apoderaba de tí es inenarrable. Lo primero que hacías era mirar en todas las direcciones buscando una vía alternativa; todos lo hacían, pero el tapón estaba bien ingeniado, no había escapatoria. Entonces es cuando el pánico hacía presa de los niños. Como en una manifestación de integristas islámicos, la masa empezaba a apretujarse entre gritos y súplicas enloquecidas. El clamor más repetido era "!Que viene la Piojo!". Los niños, como una ola, empezaban a empujar alunísono para romper el tapón, pero sus integrantes resistían mucho. Entre tanto, la Piojo avanzaba sin inmutarse, a paso normal, sin acelerar, lo que hacía la experiencia mucho más agónica.
En aquella situación yo perdí los nervios. Le tenía encima, y el tapón no se rompía. Sabíamos que sólo abrirían el flujo cuando la Piojo amenazase con alcanzarles a ellos, pero eso sería demasiado tarde. Apostando todo a una carta, dí un salto y trepé por la espalda de uno que estaba delante mío agitándose y pidiendo auxilio. Después logré precipitarme hacia delante como un cantante de rock impulsado por la masa, y caí cerca del origen del tapón, esto es, con una buena muralla de niños condenados por detrás que sufrirían las consecuencias de su poca flexibilidad o imaginación. Cuando la Piojo entró entre la marabunta de enloquecidas víctimas, mi hermano y los suyos rompieron el tapón y huyeron corriendo, mezclándose entre la masa para no ser reconocidos a posteriori. Yo huí también, con esa sensación de libertad que te da el haber salido airoso de una situación en la que parecías condenado sin remedio.
El cabrón del Archiduque se descojona cada vez que se acuerda de los tapones. Yo sólo vi mi integridad peligrar aquella vez, pero tengo noticias de otros tapones en los que las víctimas sufrieron grandes consecuencias. La peor de todas fue la de Topacio, un niño que de tanto que chillaba y pedía auxilio durante un tapón llamó la atención de la Piojo. Eso no iba a jugar en su favor. La Piojo lo cogió y lo tiró al suelo, y se sentó encima de él y lo utilizó como amortiguador de sus saltitos. No volvió a ser el mismo.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

El laxante del abuelo

Soy consciente de lo contradictorio que puede sonar esto, pero es una verdad como un piano que mi integridad como rey no me permite omitir. En Prusia, entre otras opciones, hay una cultura de la mierda. Y ojo, no he dicho una cultura de mierda, que sería considerar la cultura producida aquí como de deplorable calidad, sino una cultura que se fundamenta en lo escatológico. No es lo más agradable del mundo, pero se aprende a vivir con ello.
En Prusia, y en otras partes del Imperio, se suele decir, y es una gran verdad, que el tema de la mierda siempre sale en la mesa, cuando se está comiendo. Yo doy fe de ello, pero voy más allá: la mierda es algo que se nos inculca desde niños, y que cruelmente instrumentalizaban los pequeños y crueles hombrecillos para hacer humillación de un semejante y consecuentemente producir diversión. Porque es una ley física, que ya Newton creo que expuso en su magnífica obra, que una broma causa tanta risa a los que no la sufren como ofensa y escarnio al que es víctima de ella.
La historia que voy a contar es absolutamente cierta, fui testigo directo, y quien dijere lo contrario que escoja desde ya espada o pistola. Cuando éramos niños e íbamos al colegio por las tardes (entrábamos a las 15 horas) solíamos adelantarnos un poco para estar antes en el patio, y jugar un partido de fútbol. Las proezas deportivas suponen un gran desgaste físico, y acompañándolo, la sed. Había un niño, digamos que se llamaba Alfred, que no soportaba el pasar sed, y siempre que venía a jugar se traía su botella de agua para beber al final del encuentro. Hasta aquí todo correcto.
El problema es que, trayendo Alfred el agua, todos los demás niños se acostumbraron a bebérsela, en lugar de traer su propia agua. Esto es algo que siempre pasa, desde el principio de los tiempos, y siempre pasará en los venideros. Si alguien ofrece un servicio, los demás se vuelven perezosos y van a requerírselo, en vez de procurárselo ellos mismos. Había de hecho un niño que no tenía medida a la hora de beber el agua de Alfred, hasta el punto de que la mitad de la botella se la devoraba cada vez que terminaba el partido. Ese niño era Müller (había sido víctima de Teuteberga unas páginas más atrás). La cosa llegó a ser grave y hasta ofensiva para Alfred, que tomó medidas.
Al día siguiente, antes de salir de casa, Alfred agarró el laxante que utilizaba su abuelo, y ni corto ni perezoso, vació el frasco entero en el agua que llevaría ese día al partido. Todo ocurrió con normalidad, como no podía ser de otro modo, aunque recuerdo haber notado ese día una sonrisa maliciosa en Alfred, cuando recogió su botella vacía después de que Müller bebiese hasta la última gota.
Lo mejor vino después. Toda la clase con normalidad, al menos la primera hora. Durante la segunda hora todo cambió. La pócima estaba haciendo efecto. Recuerdo ver a Müller retorcido en su silla, con la cara extremadamente roja, silencioso, compungido, avergonzado seguramente. Un olor nauseabundo llenó el aula en cuestión de minutos, olor que todos notaron y que empezó a levantar sospechas entre los niños. Todos se cuestionaban por el origen de la fetidez, buscando al culpable para poder hacer sorna. Hasta la maestra ordenó con gran seriedad y cierta indignación que se abriesen la ventanas, porque olía mal. Ese fue el punto en el que Müller, que seguramente esperaba encontrar en un adulto comprensión, soporte, vio venirse abajo su dignidad y su humano aguante. Su cara era un Picasso en expresión suplicante. La súplica pedía a Dios que todo pasese ya, y a ser posible, sin que nadie descubriese que era él, y no otro, el que se había cagado encima.
Pero era imposible ocultarlo. Minutos después la maestra le dijo que fuese al baño, sin especificar a qué. Para ese momento todos sabíamos qué había pasado y para qué tenía que ir al baño. La crueldad de los niños alcanzó ahí su más alta expresión, aquella fue una fiesta pagana y maligna en la que yo también participé, y que giraba en torno al sacrificio de uno de nuestros compañeros, un miembro de la nación infantil. No sabría decir cuánto me he reído, yo y otros como yo, recordando esta historia. Sé que no es éticamente correcto, pero recordándolo no puedo evitar reirme, es un acto reflejo, simplemente me hace gracia, y espero que los dioses de la ética me perdonen, sean transigentes con mi pecado.
Con el tiempo todos supimos que había sido la mano de Alfred la que había condenado a Müller al dolor. Aunque una persona normal podría creer que Müller aprendió la lección, la verdad es que creo recordar que la situación se repitió, al menos dos veces más. Con la diferencia de que Müller huyó prematuramente al notar algún tipo de agitación revolucionaria en lo más oscuro de sus entrañas.
No hace demasiado tiempo, hablamos ya de los dosmiles, tuve oportunidad de hablar con Alfred de aquella situación. Me dijo que no sólo no se arrepentía de su cruel crimen, sino que lo practicaba con cierta regularidad. La última vez se lo hizo a uno que trabajaba con él. En aquella ocasión el interfecto acabó en el hospital, con una diarrea grave con peligro de su vida, lavado de estómago y pensando que había comido algo en mal estado. Pero ya no me hizo gracia.

martes, 1 de diciembre de 2009

Basilisco

El Basilisco para los prusianos y otras naciones es un animal mitológico originario de la antigua Grecia, muy temido por su facultad de convertir en piedra con la mirada. Con el paso del tiempo, la palabra Basilisco pasó a tener otras connotaciones, no me pregunten cómo evolucionó, pero el caso es que hoy en día invoca la mala gaita: Te has puesto hecho un basilisco, podría decirle Pepa a Pepe cuando Pepe descubre que Pepina su hija es hija de Pepino, y no de él.
Pero a lo que vamos. Cuando yo entré en la escuela de primaria, el director del centro era un señor cuyo nombre es la palabra emperador en griego, y que se asemeja mucho a Basilisco. Todos los que le conocieron coinciden conmigo en que le pega más Basilisco, por lo del cabreo. Se puede decir, y no tengo miedo a equivocarme, que Basilisco nos tenía a todos acojonados.
Se escuchaban leyendas, historias entre pasillos que se susurraban con temor, no fuesen a descubrirte. En ellas se decía que un niño se portó mal en una clase de Basilisco y de los tirones que le dio en la oreja se la arrancó un poco (sólo un poco). No puedo corroborarlo, porque no fui testigo visual de los hechos narrados, pero conociendo al sujeto no me extrañaría.
Un vez un amigo mío se asomó por la ventana para observar las huertas que había detrás de la escuela (estamos hablando de una época donde el mundo rural y urbano se entremezclaban, como en el medievo). El caso es que mi amigo, digamos Gerald, vio a un viejo en la huerta, y no tuvo mejor idea que llamarle "Viejo, cabrón" a grandes voces. El viejo que le oyó clamaba venganza, y fue a dirección a buscar al director, que como habéis adivinado era Basilisco. Con mucha flema, muy serio y tranquilo, Basilisco y el viejo vinieron a clase y preguntaron quién había sido el autor de la ofensa. Mi amigo se entregó a la primera. Era mejor eso que forzar una pesquisa y recibir luego el doble, cuando yo o cualquier otro, ante las torturas, cantase. Se lo llevaron y puedo asegurar que mi amigo nunca fue el mismo. Volvió manso y nunca quiso contar lo que había ocurrido. Ese era el poder de Basilisco.
Un día fuimos de excursión, a algún lugar de la costa de Pomerania, y entre los excursionistas había un niño, Ludwig, que era el más conflictivo que he visto en mi vida. Una verdadera pieza de museo. En un momento, después del almuerzo, y por alguna razón que desconozco, Ludwig le dio un puñetazo a una chavala y le hizo sangrar de la nariz. Pero el autor de tan abyecto crimen no se iba a ir de rositas, porque Basilisco era uno de los profesores encargados de cuidarnos. En cuanto se enteró del hecho, corrió como una saeta a por Ludwig. Allí, delante de mis infantiles narices, se pegaron a puño cerrado, entre lindezas como "Me tienes hasta los cojones" y "Te voy a matar". La pelea terminó con Ludwig medio palmo levantado sobre el suelo por los cuellos de la camisa, sostenido por Basilisco, que le decía iracundo "Tu te vas a acordar de mí". No recuerdo qué más pasó después. Sí recuerdo que Ludwig se mató unos años después, contando quizás dieciséis, en un accidente de moto.
Son muchas las historias que puedo contar de Basilisco. Un día se montó un gran revuelo en torno a la Piojo Verde, un revuelo que afectó a toda la escuela y que tuvo consecuencias. Basilisco fue clase por clase acojonándonos, indignado ante el desprecio que hacíamos de la chica: "En esta puta escuela somos todos iguales", recuerdo que vociferaba. Otra vez, otro de los grandes piezas de mis tiempos, cuyo nombre es una prenda de vestir, había puesto un petardo en los baños, que había explotado cuando todo el mundo estaba en clase. No fue un petardo cualquiera, sino una auténtica bomba. Basilisco lo sacó de clase para darle una reprimenda, pero la medida no fue efectiva, porque se oía todo de los escalofriantes gritos: "Estoy de tí hasta los huevos, ?lo has entendido? Hasta los huevos" recuerdo que decía.
Hace poco, siendo yo ya rey de Prusia, hablé por primera vez cara a cara con Basilisco. Es un señor no demasiado alto, de metro setenta, con poco pelo, pero sin canas, rondando los sesenta. Tiene gafas que le dan un aire de intelectual, y debo confesar que transmite paz a su alrededor, al menos cuando no está cabreado. Hacía del terror una herramienta útil para mantener la paz, y aunque no es el tipo de herramienta que yo utilizo para gobernar mi reino, creo que es eficiente siempre que no se te vaya de las manos, como a Robespierre. Eso lo sabíamos muy bien los pequeños cabrones: sin respeto no hay jerarquía. El niño busca siempre romperle los esquemas al adulto mediante el caos, y si el adulto no se hace respetar, el niño, y con él la sinrazón, ganan la partida.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Doña Teuteberga

Puedo presumir de ser joven, tanto, que mi educación transcurrió en tiempos post-constitucionales, para que nos entendamos. Sin embargo, si esta boca pecadora, o más bien, estos dedos pecadores se ponen a teclear las experiencias colegiales de la más tierna infancia, dará la impresión de que me crié en los peores tiempos de Federico Guillermo, el rey que dormía con el uniforme militar puesto.
Hay mucho que contar de aquellos tardíos ochenta y tempranos noventa. Hoy voy a dar fe de una de nuestras maestras en la educación primaria, llamémosla doña Teuteberga. He escogido ese seudónimo porque es proporcionalmente igual de espantoso que el nombre original y auténtico de la señora en cuestión.
Doña Teuteberga era una señora mayor, y no estoy seguro, pero si no era monja lo parecía. Cuando pasabas de párbulos y entrabas en primaria en seguida te llegaban rumores de ella, todos malos. Se la conocía por el nombre abreviado, Teute, y se comentaba en los pasillos que pegaba a los niños y que era extremadamente dura. Todos nos encomendábamos a algún tipo de creencia infantil para no caer en sus manos, porque si te tocaba como profesora estarías con ella los próximos tres años. Yo me salvé, pero otros no tuvieron la misma suerte.
Lo curioso es que la mujer era una caja de contradicciones. Por un lado extremadamente amable, como un abuela entrañable. Pero cuando salía el genio era temible. Era como el profesor Jekyll y Mr Hyde, pero con pinta de abadesa. Yo ví los toros desde la barrera, y alguna vez recuerdo a Teute poniendo a los niños de su clase en fila, por desobedientes, para seguidamente darles la comunión uno a uno, ahí, ¡plas! ¡plas! Que se note que somos prusianos.
Al otro día le escuchabas decir que sus niños eran los mejores del mundo y que los quería a todos y que era muy feliz pudiendo enseñarles. No es una consideración científica, pero creo que algunos niños que se aficionaron a Teute vieron resentirse su sexualidad masculina, no se, me pareció.
Fueron muchas experiencias con Teute en aquel colegio, tantos años confinado. Pero tengo una que debo contar urgentemente o me costará la vida callarme. Fue un día en que mi maestra falló en venir y nos juntaron a todos en clase de Teute.
Uno de mi clase se llamaba (y llama todavía, espero), pongamos que Müller, y el sobredicho Müller hizo un día, inocentemente, un chiste con el nombre de la Teuteberga. No me pregunten cómo, porque no lo sé, pero el chiste llegó a oídos de la abadesa (seguramente algún traidor se iría de la lengua, porque la Teute tenía en torno suyo toda un séquito de niños pelota jodiendo a todas horas a los que eramos de espíritu libre). El caso es que el día en que nos juntaron a todos, a la Teuteberga le entró de pronto un acceso de amor incontenible, y empezó a decirnos como poseída por alguna sustancia alucinógena: "Yo os amo a todos, os quiero porque para mí sois mis hijos, sois lo más hermoso del mundo" y como estos otros desvaríos. Pero de pronto reparó en Müller, que callaba algo inquieto, ya que sospechaba que su inocente comentarío podía traerle problemas. Y no se equivocaba.
El rostro de la Teute se transformó de pronto, se contrajo y su expresión se endureció, clavando su mirada represora sobre Müller mientras clamaba: "Menos a ese niño, a ese no le quiero porque me ha insultado; tú te has portado muy mal conmigo y a tí no te quiero porque eres malo" y cosas así que hacían pensar que la mujer estaba senil. Todos nos estremecimos ante la dureza de las declaraciones. Es muy fuerte decirle a un niño esas cosas por un chiste, y no seamos injustos, el nombre lo venía requiriendo mucho tiempo atrás y era sólo cuestión de tiempo que alguien lo hiciera.
Yo lo pasé mal, pero no quiero ponerme en la situación de Müller, fusilado con palabras en medio de cincuenta críos. Algún tiempo después un rumor decía que la Teute tenía un cuadro de Federico Guillermo en la pared de su habitación. No sé si creerlo, pero pegarle le pegaba. Ese maternalismo casi fanático y esas reacciones propias de un desequilibrado la convertían en una mujer difícil de tratar: nunca sabías si hablabas con Jekyll o con Mr Hide.
No me puedo quitar de la cabeza su habla veloz con un timbre de voz algo masculino y seco. En resumen, una profesora del antiguo régimen en el nuevo. Es posible que alguien crea que todo esto es producto de mi imaginación, como la crisis económica para Zapatero, pero si algún prusiano de mi quinta pasa por aquí, le ruego confirme mi versión de los hechos. Todavía quedan unos cuantos vivos de los que estabamos en aquella clase el día del linchamiento verbal de Müller. Les invito a que hablen ahora o callen para siempre.

Jugar a Pez

Sintiéndome obligado a dar fe de las costumbres de Prusia, procedo ahora a dejar constancia de un juego sumamente divertido, que vi jugar mil veces cuando era niño, y que, como todo juego infantil, tenía víctimas.
Que nadie me pregunte de dónde sale tan curioso nombre para un juego tan extendido en Prusia, que supongo también se practicará en otros reinos con nombres diferentes. Ni siquiera sé si los niños prusianos de hoy juegan a Pez. Cuando yo era niño se jugaba a pez casi todos los días, y podía jugarse en un pequeño grupo o en grandes manadas. Recuerdo mini peces entre los de una misma clase, y también recuerdo un macropez que atrajo la atención de cientos de niños que observaban atentos, deseosos de violencia.
Porque el Pez era un juego violento. No me extrañaría que aún existiese, con sus reglas ligeramente alteradas, fruto de la inevitable evolución, acaso con distinto nombre. Pero yo hablaré del Pez que conocí. Se hacían dos filas de niños, una frente a la otra, firmes como soldados, creando un carril en el centro con espacio suficiente para que pasara una persona. El que pasaba por el centro era el que se la quedaba, y tenía que llegar al final hasta salir del carril, a paso lento, y observando muy atentamente a los que firmes y serios, formaban las filas que le quedaban a ambos lados. La razón era la siguiente: el del centro podía recibir un pescozón de los de la fila, pero si veía al ejecutor, podía acusarle, y entonces se la quedaría él. Pero si recibía un pescozón, acusaba a alguien, y se equivocaba, entonces de nada le valía. Cuando te girabas, a veces, para mirar al que te había sacudido por detrás, te caía por el otro lado una andanada de pescozones, y en la confusión que lo seguía, unos cuantos más. Asío hasta que pillabas a uno o llegabas al final.
Se me ha olvidado decir que antes de entrar en el pasillo del Pez tenías que decir precisamente esa palabra, Pez, para poder proceder al paseo. Si no lo hacías y entrabas en el pasillo, habías cometido una grave imprudencia. Las reglas te obligaban a cruzar corriendo por el pasillo, y eximían a los otros participantes de cualquier subterfugio a la hora de sacudir. Es decir, debías cruzar corriendo y los demás podían golpearte con libertad. A veces lo hacíamos como viaje de ida (cruzar el pasillo corriendo sin más) pero otras era de ida y vuelta, con el doble de castigo, por tanto. Sólo valía, en tal caso, dar con la mano abierta, pero amparados en el caos del momento, la gente sacudía puñetazos, patadas, y con frecuencia, zancadillas, que derribaban al pobre iluso que corría, dejándolo a merced de puñetazos y golpes en el suelo. Nadie tenía piedad en esos casos, porque todos teníamos ganas de descargar nuestra adrenalina sobre el lomo de otro. Y si las reglas te amparaban, ¿qué más se les podía pedir? Muchos terminaban llorando, como A. A., pero también entraban voluntariamente en el juego, por lo que no podían quejarse. Jugar suponía aceptar las reglas y punto.
Hubo un dia un macropez en el que era imposible llegar vivo al final, de tanta gente que se reunió. No recuerdo si alguien olvidó decir Pez aquél día en la salida, supongo que vista la magnitud del evento, se anduvieron con mucho cuidado. En cualquier caso, el Pez fue un juego con mucha salud, y lo vi jugar desde muy niño hasta bastante mayor. Divertía y era sencillo, y además pegabas amparado en el grupo, sin arriesgar demasiado (como en el Círculo) por lo que era bastante popular.
Espero que todavía hoy se juegue, me haría ilusión ver jugar un Pez, a costa de la verborrea estúpida de pedagogos y cantamañanas. El niño se hacía duro, entendía que la vida le iba a pegar pescozones por todos lados, y aprendía a recibirlos y a dispensarlos con naturalidad. En fin, una costumbre más de mi Prusia natal. ¿Alguno se acuerda de algún otro juego de interés cultural en Prusia?

Hacer una barra

Gracias a la desinteresada aportación de un prusiano, he recordado una institución de la república de los niños que tenía olvidada. No se si estos rituales se harán en otros lugares del globo además de en Prusia. Yo, por lo pronto, había olvidado tal acepción de la palabra "barra", palabra que en mis tiempos mozos utilicé con frecuencia pues como he dicho, hacía referencia a una institución consolidada en el colegio.
¿Cómo definir lo que era "una barra"? ¿Como definir lo que era el Bayle en la corona de Aragón, o el geist en la Alemania decimonónica? No son definiciones sencillas. Veamos. La barra no era exactamente una pena impuesta por una transgresión en la nación infantil (aquella que comenté se formaba en la clase entre los niños) como lo fue la lluvia de puños que descargamos sobre mi amigo Ramón, (véanse entradas antiguas). La barra era más bien... un deporte de riesgo, un juego brutal, un modo de "colegueo". La barra era algo espontáneo, no necesitabas haber hecho nada malo a la nación para sufrirla, porque, evidentemente, la barra era algo que se sufría. En ella también intervenían los rangos, la jerarquía infantil, pues un líder nunca sería víctima de una barra, mientras que un recien llegado o un pardillo tenía todas las cartas para ser embarrado. Recuerdo chavales embarrados, y todos cumplían el requisito de bajo estrato "social", en la nación de los niños.
El funcionamiento de la barra era sencillo. La turba te levantaba, al más puro estilo revolución francesa, después de que algún listillo, y de un modo completamente espontáneo, gritase "¡Una barra a Anyo!", por ejemplo. Si tenías espíritu, te revolvías y pateabas locamente esperando que no pudiesen atraparte, en ese caso, los que te aferraban podían acobardarse y soltarte. Pero yo he visto gente a la que parecía gustarle la barra, porque no forcejeaban nada, sino que preferían ser conducidos a su calvarío con resignación. A mí, por ejemplo, además de por ser rey, nunca me pudieron embarrar porque cerraba los ojos y pateaba inconscientemente, como si me hubiera poseido Lucifer, de tal modo que los que te agarraban soltaban, so pena de recibir un buen puntapie ciego, que son los más peligrosos. La ceremonia continuaba entre risas exaltadas, coros de voces que entonaban felices los que no iban ser embarrados, y gritos excitados de los que pedían que se ejecutase inmediatamente la barra. Entonces, entre dos críos, le separaban las piernas al cautivo (sujeto en todo momento en alto por otros, que lo tomaban por los brazos y hombros) y, conducido ante una columna o una esquina, normalmente, aunque cualquier elemento que pudiese ejercer de barra valía (un poste, el grueso de una puerta...), empezaban a embestir el tabique con los mismísimos huevos del embarrado. Los golpes se hacían con regularidad, mientras la chusma jaleaba feliz el espectáculo. Cuando la turba consideraba bien embarrada a la víctima, lo depositaban en el mismo suelo y allí quedaba, con su pena. Todo el proceso no duraría más de un minuto, pero la emoción lo convertía en toda una experiencia, el verlo.
Es posible que otros prusianos puedan aportar sus puntos de vista particulares sobre esto, en tal caso serán bienvenidos. En cualquier caso, hacer una barra era eso, algo sencillo, de relax para el grupo, entre clase y clase. Evidentemente, había una víctima de por medio, pero con su dolor repartía placer y distracción a los demás, lo que sin duda es un acto de altruísmo ennoblecedor. Y si uno tiene que sufrir para que disfruten los otros veinte, merecía la pena el sacrificio. Así al menos, lo creía la nación de los niños, que no estaba exenta de gran sabiduría.

La república de los niños, también llamada el Imperio del Mal

Hoy me he dispuesto ha dar fe de una de las mayores lacras que vieron los pasados tiempos, una abyecta costumbre muy de moda allá por los ochenta y principios de los noventa en esta nación que a todos nos une en ¿fraternal? armonía, Prusia.
Ya he comentado en una entrada anterior cómo los niños defendíamos celosamente un estatus social que no se regalaba. Había que lucharlo, y si bajabas en el escalafón podían arruinar tu vida. También he comentado en otras líneas que por Prusia no pasaron los romanos, algo que un observador imparcial afirmaría sin dudarlo, si pasara por aquí y se estableciese por un periodo corto de su vida. Pero bueno, a lo que voy. El estatus era fundamental, y había que mantenerlo de dos maneras: haciéndole la vida imposible, o al menos despreciando al que estaba por debajo, y respetando al que estaba por encima. En lo más alto de la pirámide no solía estar el más listo o estudioso, sino al contrario, el más liante y peleón. A los pedagogos se les llena la boca hablando de bulling como si lo hubiesen descubierto ellos, un fenómeno totalmente actual, originado en la poca atención que los padres de hoy dedican a sus hijos, etc., etc... Mentira. El bulling lo inventaron los niños quién sabe cuando, pero no tenía nombre, simplemente se hacía, porque el estatus lo requería. Yo hice bulling, y a mi me lo hicieron, era la ley de la selva y había que sobrevivir.
Cuando yo era niño, en Prusia, había una niña que no sé cómo se llamaba. Nunca lo supe, y creo que nadie lo sabía. Todos la llamaban la Piojo Verde. El padre de tal calificativo es un reconocido prusiano cuyo nombre no voy a dejar aquí escrito, por discreción. Él ya sabe quién es, y con eso me basta. Si lo que se hace hoy es bulling, lo que nosotros hacíamos eran crímenes contra la humanidad, y de no ser por nuestra invulnerabilidad infantil, me vería a mí y a toda mi escuela desfilando por la Haya. La Piojo Verde era una niña diferente, y no especialmente aseada, supongo que por razones ajenas a su voluntad. El caso es que toda la escuela, sin excepción de un niño (excepto su natural aliada, la Lusa) corría desesperadamente como si al mismo demonio hubiese visto, cada vez que aquella niña se aproximaba. Cuando subíamos por las escaleras a clase y ella se acercaba, el clamor era ensordecedor: "¡Que viene la Piojo!" y la gente enloquecía, apretándose por los pasillos, corriendo, saltando, incluso descolgándose por las caídas que había al otro lado del pasamanos. Yo confieso haber trepado por la espalda de otro chaval, apoyando mi pie sobre su hombro, e impulsándome en él para saltar hacia delante, cuando vi próxima la amenaza de ser tocado por ella. Porque si te tocaba te contagiaba la "peste", imaginaria enfermedad que a todos nos aterraba, pues suponía que nadie iba a querer acercarse a tí, y que todos iban a salir corriendo despavoridos ante tu presencia. Es decir, caer de cabeza al último escalafón de la jerarquía infantil.
Yo pasé un buen puñado de años en aquel colegio prusiano, y nada cambió en aquel tiempo. Ella siempre estuvo maldita, y las nuevas generaciones aprendían de las viejas, adoptando los mismos roles de rechazo y huida. Se convirtió en una costumbre, en algo que se heredaba de generación y generación, y se cumplía con esa costumbre simplemente porque los antiguos lo habían hecho. El estatus lo exigía. Únicamente cambió el apelativo, que de Piojo Verde evolucionó al más sencillo, pero no menos malvado, "la Piollo". No sé qué fue de ella, cuando dejé el colegio y fui al instituto perdí su rastro. Pero muchas veces he reflexionado sobre esto y me he escandalizado de la crueldad de nuestra especie en su estado más inocente, como suele decirse. Estoy convencido de que nuestro comportamiento arruinó en buena medida la infancia de aquella niña, y me estremezco de mi propio perfidia y de la de todos los que contribuímos a aquello. Y me aterra pensar cuántos chavales y chavalas estarán pasando por situaciones similares a la que describo de mi Prusia natal. Hobbes decía aquello del Homo homini lupus est, y creo que estaba en lo cierto. Somos lobos de nosotros mismos. El hombre, vencedor sobre todas las especies animales de la tierra, se depreda a sí mismo, casi de un modo instintivo.
Creo que una disculpa a estas alturas sonaría hipócrita, o cínica. No sirve para nada, el mal está hecho. No obstante, podemos ayudar a futuros niños, lo mismo en Prusia que en Austria. Esa será la mejor disculpa de los cabroncetes del ayer para redimirnos ante nosotros mismos y ante Dios.

El puño de Ramón

Si, hoy me he dispuesto a confesar un crimen, aunque prometo ser breve. Lo cometí y no pagué por ello, en mi lugar pagó otro, asi que con estas líneas espero redimirme aunque sea sólo un gesto, y quizás con la lectura de mi experiencia otros aprendan y eviten hacer algo similar.
Eramos críos, once o doce años. Estábamos en clase de gimnasia, o íbamos hacia ella, no estoy seguro. Desde hacía algún tiempo, quizás desde el año anterior, había un niño nuevo en nuestra clase que se llamaba Ramón, que se había mudado a Prusia por motivo del trabajo de sus padres. Ramón no siempre se ganaba el aprecio del geist de la clase, el espíritu que convertía aquella manada de críos es un colectivo definido, en una nación de mocosos hiperactivos y crueles. Yo era amigo de él, todos lo fuimos en su momento, pero aquella fraternidad era intermitente, se alteraba con los acontecimientos del día a día. Ramón no acababa de formar parte de nuestra pequeña y malvada nación, y surgían conflictos.
El día en que íbamos a clase de gimnasia, algo hizo Ramón que alteró los espíritus. No lo recuerdo. Acaso perdió en algún juego de esos en los que perder supone recibir castigo físico. Sólo recuerdo que la clase se abalanzó sobre él, lo menos diez críos, que es una representatividad a tener en cuenta, mayoría absoluta diría algún político. Para que se vea lo absurdo de la democracia, a Ramón le pegaron democráticamente, porque la mayoría lo hacía. Viéndose en tan mal trance, Ramón echó a correr en busca de refugio, en busca del gimnasio, donde el profesor de Educación Física, llamemosle Julián, le daría asilo frente a la ira del populacho ¡Buen intento, Ramón! Pero tu destino estaba sellado. La chusma lo consiguió rodear, y en las escaleras que daban acceso al gimnasio, dos o tres escalones , comenzó a ejecutarse la pena, y los pequeños y vengativos puños cerrados caían sobre su espalda amparados en el anonimato del grupo.
Y ahí entré yo. Sabiéndome parte de la mayoría, del grupo fuerte, de los que impondrán su razón aunque carezcan de ella, me deslicé furtivamente y le solté a Ramón un puñetazo en la espalda. Sólo uno, pero el más bellaco. Él gimió de dolor, lo había notado, había notado una mano extraña que le sacudía fuera del ritmo del porompompom que le caía encima a cada segundo. Y así como me había aproximado para pegar, así me retiré silenciosamente, punto en boca, y me alejé, pues en cualquier momento aparecería Julián, y yo no quería sentarme en el banquillo de los acusados en un nuevo Nuremberg.
Vino Julián, vio el altercado, y se dispuso a impartir justicia. Algunos eran inexcusables, se habían cebado tanto que ni siquiera pensaron en defenderse. Lo mejor vino después. Ramón recordaba el puñetazo vil en su espalda, y quería que el culpable pagase por ello. Yo me veía ya con un castigo insufrible para retribuir el orgullo del ofendido. Entre la lluvia de puños, Ramón había podido girarse y echarme una fugaz mirada, y ahora me iba a apuntar como culpable. Pero ¡cuál fue mi sorpresa cuando, en lugar de decir mi nombre, culpó del alevoso puñetazo a Gunther, otro amigo mío, parte del geist, de la nación, uno más, un aliado! Él se había mantenido al margen, no había dado una puñada, ni siquiera se acercó, pero Ramón le señaló a él, y, a pesar de la enérgica protesta de Gunther -evidentemente, el culpable de tan vituperable acción no iba a reconocerla- Julián lo castigó a él. Gunther no me había visto a mí darle el puñetazo a Ramón, y no pudo acusarme, así que tuvo que cargar él con las culpas, mientras yo me callaba como una puta, viendo feliz como, por un azar del destino, salía libre del proceso. Gunther odió a partir de entonces a Ramón, que lo culpaba de haberle pegado un puñetazo, y todo por un golpe que deslicé yo entre una masa de niños enfurecidos.
Cuando ya hubo pasado el peligro de ser remunerado por mi crimen, le confesé a Gunther que el puño se lo pegué yo. Gunther lo sabe, y se descojona cada vez que cuento la historia. Pero Ramón nunca lo supo, y se marchó de Prusia poco después cargado de odio contra Gunther por aquel día.
Espero que el lector sea magnánimo conmigo a la hora de juzgarme. Al menos hoy en día las condenas buscan la reinserción del criminal en la sociedad, y yo creo que me he reinsertado. No volvería a hacerlo, pero si por cualquier motivo le deslizase a un petardo un puñetazo en su espalda, confesaría mi crimen, no tengo duda. Así que, niños, aprended, y si pegáis un puñetazo a alguien en la espalda, lo menos que podéis hacer es reconocerlo y asumir vuestra pena.

Nota: si el puñetazo se le endiñáis a uno de estos colectivos, quedáis absueltos de toda pena: Ex concursantes de OT, grandes hermanos, políticos, cantantes "latinos", talibanes (aqui incluimos a todo tipo de integristas, lo mismo religiosos que políticos, ej.: ANV o Nueva España), obispos... ya se me ocurrirán más.

El Círculo

Cuando yo era niño, en Prusia, había un juego en la escuela que superaba en diversión y emoción a todos los demás. Lo llamábamos el Círculo. Para ser sincero, yo nunca jugué, pero lo vi jugar. Y disfruté como si jugara.
El Círculo se jugaba durante el recreo, entre clases, podía reunir a grandes grupos de participantes o resolverse entre tres o cuatro personas. Pero siempre había expectadores que miraban con admiración. Se jugaba en el círculo central del campo de fútbol, en él se desarrollaba la mayor parte de la acción del juego, que sobra decir era un juego atlético, que no distaba demasiado de los alardes bélicos de la antigüedad o el medievo, salvo en la edad de los participantes. Todos podían jugar un Círculo, pero la participación suponía la automática conformidad con las reglas del juego y con las consecuencias que pudiera tener. Y nunca vi a nadie quejarse, excepto los que lloraban o pedían clemencia, pero por el dolor, no por el desacuerdo con el desarrollo de la acción.
El modo de jugar era sencillo. El espacio en el interior del área central del campo era un locus con un estatus jurídico especial, donde estaba permitido pegar patadas. El que entraba en el Círculo quería pegar patadas a otros, pero sólo podía pegárselas a aquéllos que como él entrasen, por tanto, se exponía al mismo tiempo a recibir patadas. Únicamente dos reglas "civilizaban" la acción, y como veremos, contribuían unicamente a embrutecer más el juego. La primera era que, para poder salir del Círculo y dejar de ser el objetivo de los punterones, había que pisar el centro del área, marcada con un punto blanco. Eso regulaba la posibilidad de que un listo se quedase al borde de la línea pegando patadas y saliedo continuamente. La segunda regla es una matización a la primera: si entrabas en el círculo y salías sin pisar el centro, todo el mundo podía pegarte patadas hasta que entreses de nuevo y tocases el centro. Si en el proceso te caías al suelo, eras hombre muerto, pues, indefenso, los chacales de poca monta que no se habían atrevido a patear dentro del círculo, acudían como buitres a la carroña para descargar su frustración sobre el moribundo. Sólo la intervención de algún maestro, de aquellos que cuidaban el patio, podía salvarte del linchamiento.
Todos hemos visto muchas pelis americanas que representan combates de boxeo, luchas en la arena, peleas varias, y tumultos sudorosos. Nada que ver. El Círculo no se veía, se vivía. Era una experiencia aparte de la realidad. Cuando uno caía pateado se producía la algarabía de patadas, empujones, carcajadas, gritos de dolor y risas que creaban un ambiente único, irrepetibe, añorable. Era un juego de salvajes, que sin duda los pedagogos de hoy condenarían echándose las manos a la cabeza, y sin embargo, era tan, tan divertido. Y eras niño, por tanto, no tenías responsabilidad penal y podías patear sin remordimientos.
Pero había Círculos y Círculos. Porque no todos los alumnos eran iguales, por supuesto que no. Había rangos, y en el Círculo afloraban. Cuando los amos del patio llegaban, se hacía el silencio, y en un Círculo reducido de tres a cinco personas se resolvía el reparto de jerarquías en el colegio. Era como si los ciervos en celo se enfrentasen por la preponderancia y las hembras, pero con personas, niños, que al fin y al cabo son animales sociales, como los lobos. Aquellos Círculos eran como duelos en el oeste. Había miradas, sudor resbalando por la frente, tensión, y al final, patadas. No solía haber vencedores claros, pero participando con los "grandes" se mantenía el estatus de "grande". A veces, no pocas, pobres ingenuos querían ascender al club de los "grandes" y entraban no muy convencidos de sus posibilidades en el Círculo, desafiando a los antiguos señores del corral. Normalmente, perdían sus expectativas muy rápido, siendo objeto de las patadas de todos los grandes, que encontraban en el acto de patear a un incauto un ejercicio sano y agradable. A veces, presas del pánico, huían al ver aproximarse a un grande, pie en alto hacia ellos, y corrían fuera del Círculo sin pisar el centro. Sellaban así un destino fatal del que darían cuenta los chacales, que merodeaban siempre expectantes para dar una patada entre una multitud que se avalanzaba. Aquella multitud que se arremolinaba siempre en torno al área central del campo, ansiosa por ver un Círculo legendario, de los que no se olvidan. Yo vi varios. Y vi profesores que, al intuir lo trascendente y elevado del juego, y de su brutalidad, se giraron ignorando el dolor de los derribados y dieron la espalda a la violenta vorágine, como si no lo vieran. Sabían que aquéllo era asi y que no podrían cambiarlo, y lo asumían. El Círculo era sagrado.
Eso era, pues, echar un Círculo. Los niños de hoy en mi pueblo, Prusia, ya no juegan al Círculo. Es una tradición olvidada, perdida, que quedó en el pasado y flota en el mundo de las ideas entre lamentos de dolor, risas crueles y sobre todo, entre el zumbido de mil patadas. Asi es la vida, Sic transit gloria mundi, decía algún romano, y qué verdad es, y qué poco hicísteis los romanos por mi Prusia natal. La dejásteis en plena edad de Piedra. La edad de las patadas.
Bueno, me quedo feliz, al menos, de dar fe de aquél juego en esta humilde página, para que se recuerde en los venideros tiempos, entre sonrisas nostálgicas y deseos de soltar una patada.

Ayyyy... aquellos días azules y aquél sol de la infancia...

Ensayos de pedagogía pseudocientífica

Bienvenidos a un blog que no es un blog. No os voy a contar mi vida porque no os interesa. Es un conjunto de ensayos que yo, como rey de Prusia, escribo para educar e ilustrar a mis vasallos, porque como bien sabéis, por aquí no pasaron los romanos, y eso es algo que a la larga se nota.
El título de esta entrada pretende ser el título del blog, pero quedaba demasiado largo para ponerlo ahí arriba. La justificación de ese título es sencilla: son ensayos de pedagogía porque pretenden educar (atentos a la negrita). Lo de pseudocientífica es una redundancia.
¿Qué se va a encontrar el lector en estas líneas? Historias con moraleja. Situaciones reales de las que yo, Federico de Prusia, hijo de Federico Guillermo, el rey Sargento, en esta Edad de las Luces, fui testigo y que plasmo para su perpetuación y enseñanza.
Pronto comprenderéis que Prusia es un lugar más divertido de lo que las postales y el telediario muestran.
Matiz del día 2 de diciembre: Finalmente cambio el título del blog a Ensayos de pedagogía pseudocientífica, en lugar del original Pedagogía Prusiana.