A la hora de buscar una definición de la palabra tapón, como gobernante ilustrado que soy, me remito inmediatamente al diccionario de la Real Academia de la Lengua prusiana. Quiero comprobar hasta qué punto mi hermano el Archiduque de Magdeburgo y sus amigotes, en la más tierna infancia, hacían un uso adecuado de esta palabra. La primera entrada que me encuentro no me satisface: Pieza con la que se tapan las vasijas, introduciéndola en el orificio por donde sale el líquido. Después de comprobar que no es "tampón" lo que he buscado, miro la segunda acepción con esperanza: Acumulación de cerumen en el oído, que puede dificultar la audición y producir otros trastornos. No, no se trataba de cerumen, aunque sí producía trastornos. En cualquier caso, no me satisface. Pero llego a la tercera y leo: Persona o cosa que produce obstrucción del paso. Yo no habría podido definirlo mejor.
Porque lo que hacían básicamente mi hermano y sus secuaces era obstruir el paso, por eso la elección de la palabra es perfectamente válida, y demuestra que su educación en la prusiana lengua, aún a pesar de su ofensiva juventud, era excelente. Seguramente hoy por hoy, con esas cosas del Internet y del teléfono móvil hablen peor que entonces, pero a lo que vamos. ¿A qué le llamaban esta banda de piratas, de vikingos, un tapón?
Aquéllos que me habéis sido fieles sabréis que en mi colegio había una niña conocida tempranamente como Piojo Verde, y tardíamente como Piollo. Tenía varias seguidoras conocidas como Lusa y Gorrina, que yo recuerde. Había también un niño más pequeño que yo al que llamábamos Piojillo, pero no lo recuerdo bien, lo perdí muy pronto de vista, pero tengo como una fugaz reminiscencia de su cara. En relación con este niño quiero confesar que yo de pequeño tenía muchas pistolas (porque me gustaban, y aunque los demagogos, perdón, pedagogos, les parezca mal su uso entre la infancia, yo llegué a contar hasta treinta en mi casa y siempre he sido de lo más pacífico). Un día escondí una pistola en la mochila de la escuela para que no la viese mi madre, y con ella estuve atormentando al Piojillo diciéndole que le iba a pegar un tiro (él era dos años menor que yo, unos cuatro, porque yo contaría seis, no más).
El caso es que este clan lo capitaneaba la Piollo, y era portador de una enfermedad imaginaria llamada la Peste, también la Peste Bubónica (que por aquel entonces hacía estragos entre la población porcina de España y todo el mundo conocía a través de los telediarios). Si te tocaban te contagiaban, de tal guisa que huías espantado de su sola presencia. La situación daba mucho juego entre las mentes retorcidas de los niños hiperestimulados de finales de los ochenta y principios de los noventa, con tanto Ramoncín dando el coñazo por la tele a todas horas.
El Archiduque de Magdeburgo y sus amigos inventaron el tapón para darle emoción al tránsito entre pasillos. Cuando volvíamos del recreo y había rumor de que la Piollo y su séquito se aproximaban, mi hermano y sus amigos, en medio de las escaleras para subir o bajar de planta (donde sólo hay escapatoria hacia atrás o hacia delante) entrelazaban sus brazos, se sujetaban bien al pasamanos y creaban así una barrera humana, el "tapón", para impedir el paso a todos los que venían precediendo a la Piollo. Eso suponía que cortaban la salida hacia delante, dejando la única posibilidad de huida hacia atrás, por donde venía la amenaza. Las situaciones que se generaban eran apoteósicas.
Una vez me cogieron a mí en medio. La angustia que se apoderaba de tí es inenarrable. Lo primero que hacías era mirar en todas las direcciones buscando una vía alternativa; todos lo hacían, pero el tapón estaba bien ingeniado, no había escapatoria. Entonces es cuando el pánico hacía presa de los niños. Como en una manifestación de integristas islámicos, la masa empezaba a apretujarse entre gritos y súplicas enloquecidas. El clamor más repetido era "!Que viene la Piojo!". Los niños, como una ola, empezaban a empujar alunísono para romper el tapón, pero sus integrantes resistían mucho. Entre tanto, la Piojo avanzaba sin inmutarse, a paso normal, sin acelerar, lo que hacía la experiencia mucho más agónica.
En aquella situación yo perdí los nervios. Le tenía encima, y el tapón no se rompía. Sabíamos que sólo abrirían el flujo cuando la Piojo amenazase con alcanzarles a ellos, pero eso sería demasiado tarde. Apostando todo a una carta, dí un salto y trepé por la espalda de uno que estaba delante mío agitándose y pidiendo auxilio. Después logré precipitarme hacia delante como un cantante de rock impulsado por la masa, y caí cerca del origen del tapón, esto es, con una buena muralla de niños condenados por detrás que sufrirían las consecuencias de su poca flexibilidad o imaginación. Cuando la Piojo entró entre la marabunta de enloquecidas víctimas, mi hermano y los suyos rompieron el tapón y huyeron corriendo, mezclándose entre la masa para no ser reconocidos a posteriori. Yo huí también, con esa sensación de libertad que te da el haber salido airoso de una situación en la que parecías condenado sin remedio.
El cabrón del Archiduque se descojona cada vez que se acuerda de los tapones. Yo sólo vi mi integridad peligrar aquella vez, pero tengo noticias de otros tapones en los que las víctimas sufrieron grandes consecuencias. La peor de todas fue la de Topacio, un niño que de tanto que chillaba y pedía auxilio durante un tapón llamó la atención de la Piojo. Eso no iba a jugar en su favor. La Piojo lo cogió y lo tiró al suelo, y se sentó encima de él y lo utilizó como amortiguador de sus saltitos. No volvió a ser el mismo.
