lunes, 30 de noviembre de 2009

El puño de Ramón

Si, hoy me he dispuesto a confesar un crimen, aunque prometo ser breve. Lo cometí y no pagué por ello, en mi lugar pagó otro, asi que con estas líneas espero redimirme aunque sea sólo un gesto, y quizás con la lectura de mi experiencia otros aprendan y eviten hacer algo similar.
Eramos críos, once o doce años. Estábamos en clase de gimnasia, o íbamos hacia ella, no estoy seguro. Desde hacía algún tiempo, quizás desde el año anterior, había un niño nuevo en nuestra clase que se llamaba Ramón, que se había mudado a Prusia por motivo del trabajo de sus padres. Ramón no siempre se ganaba el aprecio del geist de la clase, el espíritu que convertía aquella manada de críos es un colectivo definido, en una nación de mocosos hiperactivos y crueles. Yo era amigo de él, todos lo fuimos en su momento, pero aquella fraternidad era intermitente, se alteraba con los acontecimientos del día a día. Ramón no acababa de formar parte de nuestra pequeña y malvada nación, y surgían conflictos.
El día en que íbamos a clase de gimnasia, algo hizo Ramón que alteró los espíritus. No lo recuerdo. Acaso perdió en algún juego de esos en los que perder supone recibir castigo físico. Sólo recuerdo que la clase se abalanzó sobre él, lo menos diez críos, que es una representatividad a tener en cuenta, mayoría absoluta diría algún político. Para que se vea lo absurdo de la democracia, a Ramón le pegaron democráticamente, porque la mayoría lo hacía. Viéndose en tan mal trance, Ramón echó a correr en busca de refugio, en busca del gimnasio, donde el profesor de Educación Física, llamemosle Julián, le daría asilo frente a la ira del populacho ¡Buen intento, Ramón! Pero tu destino estaba sellado. La chusma lo consiguió rodear, y en las escaleras que daban acceso al gimnasio, dos o tres escalones , comenzó a ejecutarse la pena, y los pequeños y vengativos puños cerrados caían sobre su espalda amparados en el anonimato del grupo.
Y ahí entré yo. Sabiéndome parte de la mayoría, del grupo fuerte, de los que impondrán su razón aunque carezcan de ella, me deslicé furtivamente y le solté a Ramón un puñetazo en la espalda. Sólo uno, pero el más bellaco. Él gimió de dolor, lo había notado, había notado una mano extraña que le sacudía fuera del ritmo del porompompom que le caía encima a cada segundo. Y así como me había aproximado para pegar, así me retiré silenciosamente, punto en boca, y me alejé, pues en cualquier momento aparecería Julián, y yo no quería sentarme en el banquillo de los acusados en un nuevo Nuremberg.
Vino Julián, vio el altercado, y se dispuso a impartir justicia. Algunos eran inexcusables, se habían cebado tanto que ni siquiera pensaron en defenderse. Lo mejor vino después. Ramón recordaba el puñetazo vil en su espalda, y quería que el culpable pagase por ello. Yo me veía ya con un castigo insufrible para retribuir el orgullo del ofendido. Entre la lluvia de puños, Ramón había podido girarse y echarme una fugaz mirada, y ahora me iba a apuntar como culpable. Pero ¡cuál fue mi sorpresa cuando, en lugar de decir mi nombre, culpó del alevoso puñetazo a Gunther, otro amigo mío, parte del geist, de la nación, uno más, un aliado! Él se había mantenido al margen, no había dado una puñada, ni siquiera se acercó, pero Ramón le señaló a él, y, a pesar de la enérgica protesta de Gunther -evidentemente, el culpable de tan vituperable acción no iba a reconocerla- Julián lo castigó a él. Gunther no me había visto a mí darle el puñetazo a Ramón, y no pudo acusarme, así que tuvo que cargar él con las culpas, mientras yo me callaba como una puta, viendo feliz como, por un azar del destino, salía libre del proceso. Gunther odió a partir de entonces a Ramón, que lo culpaba de haberle pegado un puñetazo, y todo por un golpe que deslicé yo entre una masa de niños enfurecidos.
Cuando ya hubo pasado el peligro de ser remunerado por mi crimen, le confesé a Gunther que el puño se lo pegué yo. Gunther lo sabe, y se descojona cada vez que cuento la historia. Pero Ramón nunca lo supo, y se marchó de Prusia poco después cargado de odio contra Gunther por aquel día.
Espero que el lector sea magnánimo conmigo a la hora de juzgarme. Al menos hoy en día las condenas buscan la reinserción del criminal en la sociedad, y yo creo que me he reinsertado. No volvería a hacerlo, pero si por cualquier motivo le deslizase a un petardo un puñetazo en su espalda, confesaría mi crimen, no tengo duda. Así que, niños, aprended, y si pegáis un puñetazo a alguien en la espalda, lo menos que podéis hacer es reconocerlo y asumir vuestra pena.

Nota: si el puñetazo se le endiñáis a uno de estos colectivos, quedáis absueltos de toda pena: Ex concursantes de OT, grandes hermanos, políticos, cantantes "latinos", talibanes (aqui incluimos a todo tipo de integristas, lo mismo religiosos que políticos, ej.: ANV o Nueva España), obispos... ya se me ocurrirán más.

1 comentario:

  1. Esta historia es muy buena desde el punto de vista didáctico porque todos hicimos algo de niños de lo que nos avergonzamos. Pegar, discriminar, insultar, maltratar son cosas a las que los niños están más acostumbrados de lo que muchos quieren creer. Yo también tengo mis fantasmas...

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