Soy consciente de lo contradictorio que puede sonar esto, pero es una verdad como un piano que mi integridad como rey no me permite omitir. En Prusia, entre otras opciones, hay una cultura de la mierda. Y ojo, no he dicho una cultura de mierda, que sería considerar la cultura producida aquí como de deplorable calidad, sino una cultura que se fundamenta en lo escatológico. No es lo más agradable del mundo, pero se aprende a vivir con ello.
En Prusia, y en otras partes del Imperio, se suele decir, y es una gran verdad, que el tema de la mierda siempre sale en la mesa, cuando se está comiendo. Yo doy fe de ello, pero voy más allá: la mierda es algo que se nos inculca desde niños, y que cruelmente instrumentalizaban los pequeños y crueles hombrecillos para hacer humillación de un semejante y consecuentemente producir diversión. Porque es una ley física, que ya Newton creo que expuso en su magnífica obra, que una broma causa tanta risa a los que no la sufren como ofensa y escarnio al que es víctima de ella.
La historia que voy a contar es absolutamente cierta, fui testigo directo, y quien dijere lo contrario que escoja desde ya espada o pistola. Cuando éramos niños e íbamos al colegio por las tardes (entrábamos a las 15 horas) solíamos adelantarnos un poco para estar antes en el patio, y jugar un partido de fútbol. Las proezas deportivas suponen un gran desgaste físico, y acompañándolo, la sed. Había un niño, digamos que se llamaba Alfred, que no soportaba el pasar sed, y siempre que venía a jugar se traía su botella de agua para beber al final del encuentro. Hasta aquí todo correcto.
El problema es que, trayendo Alfred el agua, todos los demás niños se acostumbraron a bebérsela, en lugar de traer su propia agua. Esto es algo que siempre pasa, desde el principio de los tiempos, y siempre pasará en los venideros. Si alguien ofrece un servicio, los demás se vuelven perezosos y van a requerírselo, en vez de procurárselo ellos mismos. Había de hecho un niño que no tenía medida a la hora de beber el agua de Alfred, hasta el punto de que la mitad de la botella se la devoraba cada vez que terminaba el partido. Ese niño era Müller (había sido víctima de Teuteberga unas páginas más atrás). La cosa llegó a ser grave y hasta ofensiva para Alfred, que tomó medidas.
Al día siguiente, antes de salir de casa, Alfred agarró el laxante que utilizaba su abuelo, y ni corto ni perezoso, vació el frasco entero en el agua que llevaría ese día al partido. Todo ocurrió con normalidad, como no podía ser de otro modo, aunque recuerdo haber notado ese día una sonrisa maliciosa en Alfred, cuando recogió su botella vacía después de que Müller bebiese hasta la última gota.
Lo mejor vino después. Toda la clase con normalidad, al menos la primera hora. Durante la segunda hora todo cambió. La pócima estaba haciendo efecto. Recuerdo ver a Müller retorcido en su silla, con la cara extremadamente roja, silencioso, compungido, avergonzado seguramente. Un olor nauseabundo llenó el aula en cuestión de minutos, olor que todos notaron y que empezó a levantar sospechas entre los niños. Todos se cuestionaban por el origen de la fetidez, buscando al culpable para poder hacer sorna. Hasta la maestra ordenó con gran seriedad y cierta indignación que se abriesen la ventanas, porque olía mal. Ese fue el punto en el que Müller, que seguramente esperaba encontrar en un adulto comprensión, soporte, vio venirse abajo su dignidad y su humano aguante. Su cara era un Picasso en expresión suplicante. La súplica pedía a Dios que todo pasese ya, y a ser posible, sin que nadie descubriese que era él, y no otro, el que se había cagado encima.
Pero era imposible ocultarlo. Minutos después la maestra le dijo que fuese al baño, sin especificar a qué. Para ese momento todos sabíamos qué había pasado y para qué tenía que ir al baño. La crueldad de los niños alcanzó ahí su más alta expresión, aquella fue una fiesta pagana y maligna en la que yo también participé, y que giraba en torno al sacrificio de uno de nuestros compañeros, un miembro de la nación infantil. No sabría decir cuánto me he reído, yo y otros como yo, recordando esta historia. Sé que no es éticamente correcto, pero recordándolo no puedo evitar reirme, es un acto reflejo, simplemente me hace gracia, y espero que los dioses de la ética me perdonen, sean transigentes con mi pecado.
Con el tiempo todos supimos que había sido la mano de Alfred la que había condenado a Müller al dolor. Aunque una persona normal podría creer que Müller aprendió la lección, la verdad es que creo recordar que la situación se repitió, al menos dos veces más. Con la diferencia de que Müller huyó prematuramente al notar algún tipo de agitación revolucionaria en lo más oscuro de sus entrañas.
No hace demasiado tiempo, hablamos ya de los dosmiles, tuve oportunidad de hablar con Alfred de aquella situación. Me dijo que no sólo no se arrepentía de su cruel crimen, sino que lo practicaba con cierta regularidad. La última vez se lo hizo a uno que trabajaba con él. En aquella ocasión el interfecto acabó en el hospital, con una diarrea grave con peligro de su vida, lavado de estómago y pensando que había comido algo en mal estado. Pero ya no me hizo gracia.

Mítico Evacuol.
ResponderEliminarJoder, te acuerdas del nombre del laxante, qué recuerdos me trae ese nombre, jajajajaja
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